sábado, 7 de abril de 2007

Cuento policial: "Lilith"

Lilith
“Para vengarse de la mujer humana de Adán, la instó a probar del fruto prohibido y a concebir a Caín, hermano y asesino de Abel.”
De El libro de los seres imaginarios, de J.L.Borges

Esa mañana decidió que iban a la costa: las vacaciones de invierno se acercaban y los chicos podían faltar alguna semana al colegio. Además, la oficina quedaría en buenas manos: Charlie, el pibe, había aprendido algo; después de todo, no era tan difícil…
Le comentó a Carla, su esposa, la decisión tomada –claro, ella no podía opinar, era mujer. Carla siempre había sido sumisa y obediente a la palabra de su esposo; todo lo que él decía era acatado sin objeción. Sus hijos tampoco lo refutaban; él era la autoridad: todo lo que decía estaba bien.
Por esto, cuando Adolfo decidió que irían a Villa Gesell una semana antes de que empezaran las vacaciones escolares, nadie sugirió lo contrario. Armaron sus bolsos sin olvidarse de nada. Tenían que llevar ropa de invierno, porque iba a hacer frío, y bolsas de nylon para poner la ropa sucia. El chalet estaba en los frescos bosques de Gesell; allí casi no tenían electrodomésticos: apenas un teléfono, por alguna emergencia, y una cocinita. El plan era alejarse de la bulliciosa urbanidad y refugiarse en un lugar natural, lejos de las preocupaciones cotidianas. Los chicos estaban siempre en la computadora; Carla no paraba de leer novelas…la condición era vivir un tiempo familiar: sin computadoras, sin libros, sin televisión. Los cinco, en familia, para recomponer el nido de crecimiento y comprensión, según lo entendía Adolfo.
Saldrían en auto en la madrugada del 25 de julio y a la tarde estarían tomando mate en la chimenea. A la mañana siguiente jugarían golf con los amigos de la costa. Estaba todo planificado; nada tenía que salirse del itinerario.

Una mañana, como cualquier otra, llegó Adolfo a la oficina: estaba todo hecho un desastre; las computadoras rotas, los papeles desordenados, las sillas tiradas. Entre las carpetas rotas y los destrozos, vio un sobre papel madera, con un sello en rojo, que decía “CONFIDENCIAL”, en groseras letras mayúsculas. Abrió el sobre y vio el anular de Charlie, el cual distinguió por el denario que siempre llevaba y él nunca había entendido por qué. En el mismo sobre, había una nota que decía: “No te hagas el boludo y pagá ya, porque sabemos dónde vas a estar la próxima semana. Pagá ya o sos boleta. Y si querés volver a ver a Charlie, trae más plata y un libro de Kierkegaard”.
Adolfo se quedó perplejo, no entendía nada: por qué a Charlie, por qué un libro de Kierkegaard, cómo sabían que iba a viajar a Gesell…si es que realmente lo sabían, porque podía ser todo mentira: él, que había estado en el negocio, conocía bien cómo era todo.
Lo que pasó lo llevó a pensar que había sido una suerte para él poder salir del asunto, tal como lo llamaba cuando Carla estaba cerca. Durante un tiempo, sin mucho riesgo y sin familia, el negocio era algo interesante; pero cuando todo se ponía sombrío, era mejor salir. Además, con lo que ganaba en la oficina le alcanzaba: un contador siempre cuenta más plata de la que en realidad hay, y más cuando se trabaja para la administración bonaerense. Y las mujeres que tiene un contador no se consiguen con otro oficio: cenas de negocio como máscara, y ya está.
Sin embargo, alguien conocido, quizá el capo de la Barra, había ido a la oficina. Alfonso estaba limpio, no había coimeado a nadie, no había cerrado mal ninguna cuenta…todo era claro. No entendía qué estaba pasando ni cuál era la razón. Parecía que la Fortuna o que sus acciones pasadas venían a cobrarle esa deuda pendiente. De todas maneras, y sea cual fuera la razón, era raro porque él había dado mucha plata para que el capo de la Barra no volviera, había pagado demasiado bien.

Al salir de la oficina se encontró con un viejo amigo del Tiro, Benito, quien había sido padrino de su boda, y quien los había presentado a Carla y a él. Adolfo, preocupado por todo lo que había pasado, no lo reconoció. Sin esperarlo, empezó a escuchar: “¡Amigazo, Adolfo!”. Él, intentando disimular su nerviosismo, giró y lo vio ahí, a su mejor amigo: “¡Benito! ¡Qué alegría!”, exclamó tratando de sobrellevar el momento.
Se sentaron en un café, pidieron dos cortados y se pusieron al día. Luego de un largo silencio, Adolfo se confesó: -Estoy en problemas, ¿sabés? Graves. Está Charlie, un pibe de la oficina metido en el medio; creo que está secuestrado.
-Dolfo, pensé que habías salido de eso; dijiste que estabas limpio, digo, ¿qué pasó?
- No sé, no sé…por ahí no son ellos, porque si vieras la nota que dejaron… se nota que sabían mucho. Además, el pibe hace poco que trabaja acá; no, no pueden, no pueden conocerlo. A este chico lo saqué de una librería y lo puse a trabajar acá.
- ¿Entonces? Pensá, Dolfo, ¿conocés a alguien pesado? ¿No será tu jermu?
-¿Qué decís? ¿Estás loco? ¡Te exijo que nunca más repitas eso!
-Dale, Dolfo, tranquilizate, amigo; vos conocés tu historia mejor que yo: desde que la amenazaste con la separación y la tenencia de los chicos, todo cambió mucho para ella. Si era una persona tranquila y dispuesta, ahora la veo más como una amenaza…Muchas veces escuché decir de su boca que era muy vengativa, y que en la vida todo se paga. Ah, y ahora que salió el tema, me hiciste acordar de que tengo una carta de ella. Pasá por mi casa mañana; la tengo archivada.
-Benito, me tomas por sorpresa, realmente, nunca habría imaginado algo así; pensé tenerla muy controlada…
-Ves que no, Dolfo, pasá mañana por casa y te muestro lo que tengo.
-¿Pero…como sabés todo esto, Benito? Si hace tanto no nos vemos…
-¿Vos te olvidaste que antes de ser amigo tuyo, fui novio de Carla? Nos hablamos cada tanto…
Entre la desesperación y la expectación de todo lo vivido, todo lo que Benito confesó, o casi todo, cayó en bolso roto: Adolfo sólo pensaba en Charlie y en Carla, en el poco control que tenía…

Al llegar a su casa, sintió que ya nada más podía ni tenía que pasarle: sus planes se desbarataban; su vida se caía a pedazos. Ya nada estaba bajo su control. Entró al departamento y saludó a Carla intentando disimular su asombro; podía hacerlo, porque había sido un gran simulador en otro tiempo, y su esposa también.
-¿Cómo te fue, Adolfo, hoy? ¿Alguna novedad?-preguntó ella, repitiendo la rutina diaria.
-Sí, ¿sabés que sí? –dijo él, indagando en el rostro de su mujer, esperando la respuesta que la delatara- hubo problemas con Charlie: parece que lo secuestraron…
-¿Cómo? ¿A Charlie? Ese chico parecía tan bueno, ¿quién diría que estaba en asuntos raros?…algo habrá hecho.
-¿Por qué decís que algo habrá hecho? ¿No pudo ser casual? ¿No ves que no entendés nada? ¿Siempre tengo que explicarte cómo es todo? Claro, siempre metida ahí, leyendo policiales, es normal que no entiendas nada de la vida real; y si no, en la morgue, viendo fiambres…¡Nena! ¡La realidad es otra, la vida es ésta, no tus policiales y los fiambres!
Ésta había sido una de tantas discusiones que este matrimonio feliz venía teniendo desde siempre.
Adolfo, fatigado, decidió descansar y dejar que el día fluyera, que las cosas se sucedieran en un continuum sin que él tuviera que hacer nada: por primera vez en la vida, decidiría no tomar el control de nada.
A la mañana siguiente, se alistó, desayunó con sus hijos y, en lugar de ir a la oficina, pasó por la casa de Benito: quería revelar los oscuros secretos de Carla. Llegó preocupado, ansioso, nervioso; era muy raro todo.
-Benito, estoy abajo, ¿me podés abrir?- preguntó Adolfo por celular.
-Sí, sí, bajo, Dolfito- contestó Benito y bajó enseguida.
Subieron, se acomodaron en una larga mesa de roble, prendieron dos habanos, y entre el humo del tabaco, se pusieron a leer la siguiente carta:
“23 de Noviembre de 2004
Extraño Trelew, extraño a mis padres: Buenos Aires no me gusta, es tan grande, tan misteriosa… En la morgue estoy bien, es donde me siento mejor; allí estoy en contacto con la muerte, lo sé, pero te aseguro que son buenos, por lo menos ya no pueden hacerme daño. Además, es lo que me gusta. En la carta anterior me preguntaste por Adolfo: no sé qué contarte; por suerte, mis tres hermosos retoñitos no se dan cuenta todavía; espero que cuando crezcan, Adolfo ya no esté. Vivimos felices un tiempo, hasta que sus raras y violentas reacciones me saturaron. No pasaban más de dos días seguidos sin que peleáramos. Además, después de unos meses de tranquilidad, llegó Adolfo de una “cena de negocios” y me encontró llorando: volvimos a pelear, pero esa vez más fuerte que antes. Me amenazó, apuntándome con una pistola en la sien, advirtiéndome que si no me sometía a lo que él decía y ordenaba, no iba a ver más a mis hijos. Tuve que atenerme a lo que mi esposo había decidido. Desde ese momento, mi vida cambió totalmente.
Sabés que siempre hice todo sola: viajé desde Trelew hasta Buenos Aires para estudiar, me mantuve desde siempre; a mis padres y hermanos no los veo desde hace años. Sin embargo, es la vida que elegí: lo sé, soy muy testaruda, muy orgullosa. Nunca me olvido de lo que me hacen; puede ser que tengas razón: quizá, soy demasiado vengativa. Sé que no respondo a las situaciones inmediatamente, sino que atesoro todos los malos momentos en mi alma y respondo cuando más duele: sé que no es lo mejor, pero es un arma de defensa…aprendí que en la vida todo se paga, absolutamente todo: y si yo lo pago día a día, ¿por qué los otros no? Eso es todo por hoy, mañana volveré a escribirte, si puedo…Adiós”

Adolfo no entendía por qué Benito tenía esa carta, tampoco sabía a quién estaba dirigida; pero era muy interesante; decía mucho y lo podía perjudicar. Asimismo, estaba asombrado de ver lo que realmente pensaba y sentía Carla; él siempre había creído que era una nena tonta. Se daba cuenta de lo poco que la conocía, y eso empezaba a darle miedo: ¿qué pasaría?
Adolfo y Benito se despidieron y quedaron en hablarse a la vuelta de las vacaciones: faltaba un día para el viaje tan esperado por los cinco, en el que la familia volvería a reunirse. Mas, Adolfo tenía que solucionar antes lo del pibe; tenía que pagar no sabía a quién y llevar el libro de Kierkegaard. Sería “Diario de un seductor”; pensó que era el título más indicado, Carla siempre hablaba de ese libro. Lo envolvió, guardó la misma cantidad de dinero que había pagado la última vez; agregó un poco más, porque quería que Charlie volviera, y lo mandó a la dirección que decía en el dorso del sobre. Le pareció curioso que la dirección de la oficina quedara tan cerca de la morgue, de la Facultad de Medicina y de la de Ciencias Económicas; de todas maneras, le quedaba cómodo, porque tenía que pasar por la facultad para retirar unos papeles, y podría sorprenderla a Carla en su trabajo: no solía hacer esas cosas, pero se había dado cuenta de que ella se sentía muy sola, quizá le gustara ese gesto.
Acomodó todo en el sobre y salió para la oficina. No podía dejar de pensar y lamentarse al advertir que la plata que llevaba en el sobre habían sido sus ahorros para comprarse la Beretta que hace tiempo quería tener. Él disfrutaba de sus visitas de fin de semana al Tiro, donde podía sentir el olor de la pólvora y el frío del metal de muelle real y del cerrojo. Pero esto era más importante: no quería complicarse más, pagaría y todo quedaría solucionado.
Se subió al auto y manejó hasta la dirección indicada: se bajó, tocó timbre y una rubia despampanante lo hizo subir. El calor que sentía en el ascensor, mientras subía hasta el piso 10, era inexplicable. No entendía por qué las chicas más pulposas eran siempre las secretarias, aunque tampoco se quejaba. Subió, pagó y la rubia le devolvió el favor de ir hasta allí a pagar. Una cámara registró el momento, que sería el sello eterno de la infidelidad.
Al salir se encontró con su esposa: se saludaron fríamente: ella no le preguntó por lo que hacía ahí; parecía no importarle. Se despidieron y quedaron en llegar temprano a casa para armar los bolsos. No podía salir nada mal en ese viaje: ambos, aunque sin confesarlo, lo creían y lo sabían.
Ya en casa, prepararon los bolsos, y pasada la medianoche se alistaron para salir. Carla tenía todo preparado: dejaría los policiales en casa, porque la consigna era un viaje familiar, para recuperar el nido de crecimiento y comprensión. Sin embargo, llevó una libreta, en la que, como decía, iría anotando los “mejores momentos de ese éxodo de libertad”. Llevó bolsas de nylon, más de las que quizá necesitaría, y bolsas de consorcio para la basura.
Adolfo salió a preparar el auto; minutos más tarde, emprendieron el viaje, cargaron en la primera gasolinera, y a la mañana siguiente, como lo habían planeado, ya estaban en los bosques de Gesell, listos para disfrutar de esas tres semanas, ansiadas por todos.
Jugaron al golf tal como lo planearon, pasaron la primera semana en familia, tal como lo planearon. Sin embargo, algo pasó, algo que no estaba en el itinerario. Una de las noches de la primera semana, llegó al chalet un joven, bien puesto y muy simpático; venía a invitarlos a una fiesta en el bosque; Adolfo le encontró un parecido a Charlie, pero pensó que estaba alucinando: no podía ser que estuviera en Gesell; además, era muy dado, muy canchero. Charlie solía ser más retraído.
Le dio la mano –de cuatro dedos- e hizo la invitación formal. Adolfo, sin percatarse de su mano y respondiendo al saludo, le explicó que la familia estaba preparándose para ir a cenar afuera: le dio 20 pesos y le regaló una botella de vino para que brindaran por él en la fiesta; se dio vuelta para buscar el auto, y sin esperarlo, tres tiros secos se escucharon en la nocturnidad profunda de ese miércoles. Antes del tercer disparo le gritó, entre carcajadas maniáticas: -Adolfo, soy yo, Charlie, el secuestrado sin el dedo.
Carla salió al escuchar los tiros; trató de tranquilizar a sus hijos, quienes lloraban desesperados, viendo la sangre de su padre, desparramada por la infidelidad, la falta de obsecuencia y la obsesiva autoridad.

La policía llegó días después a la escena del crimen: encontró en el jardín del chalet un arma Beretta Calibre 40 SW envuelta en tres bolsas de nylon, el cuerpo de Adolfo en dos bolsas de consorcio y una carta que decía:
“27 de julio de 2006
En la carta anterior volviste a preguntarme por Adolfo: sí, sé qué contarte: me vengué, nos vengamos, ahora sí. Ya no me molesta, ya soy feliz. Al fin, hemos formado nuestra familia, Benito; hemos formado nuestro nido de crecimiento y comprensión.
Adolfo finalmente logró hacer algo bien: le compró a Charlie el único libro que le faltaba: será el primer regalo de nuestro hijo. Eso es todo por hoy, mañana volveré a escribirte, si puedo…Adiós”

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